星期一, 十一月 06, 2006

El Avestruz y la teoría constructivista.

Hay un cuento infantil –para mí el más Zen de los cuentos infantiles-, que nunca deja de provocar la máxima hilaridad entre los niños que lo escuchan y que se presta perfectamente para iniciar estas concisas palabras que encuentran sino su razón, al menos su origen, en una agitada conversación. Por su magnífica brevedad, puedo citarlo in extenso, sin vulnerar el escaso tiempo de atención que podemos otorgar a una lectura como la presente. Dice así: “había una vez truz”. El niño, al escuchar que la palabra resignifica el sentido en la precisa inmediatez de la paradoja, resuelve el problema en si, sin tener que recurrir a nuevas argumentaciones y contra-argumentaciones, más o menos como debe ser, en síntesis, pienso, la sabiduría.

En rigor, estando hoy en día la humanidad ad portas de la pandemia aviar, cualquier referencia a las aves, no dejaría de tener una connotación particular e inesperadamente “filosófica”, sin embargo, la búsqueda de significado que encierran estas líneas -o más bien la apertura eventual a la que aspiran-, viene en este caso dada menos por la inmediatez, que por el tiempo largo. Sin embargo, es cierto que los tiempos (como las letras y las ideas) se articulan de inesperadas maneras y el orden de lo actual permea las condiciones de la duración.

Es así que a raíz de una conversación cualquiera, me di cuenta esta mañana que de muchas maneras se ha estigmatizado el conocido comportamiento del avestruz, consistente en enterrar la cabeza frente al peligro. Más que en general, siempre, se considera que ello es una conducta estúpida y se utiliza como metáfora universal de acción errónea, que evade la realidad y no afronta correctamente los problemas. Así, la “política del avestruz”, remite inequívocamente a no considerar los problemas, sino a ignorarlos conscientemente, impidiendo de esta manera la posibilidad de resolverlos adecuadamente y de sufrir además por ello consecuencias desastrosas.

Esta suerte de “creencia”, me parece demostrar una incomprensión vital, que reproduce los valores antropocéntricos de la cultura occidental judeo cristiana, especializada en proyectar sobre el resto de las especies las condiciones de lo humano, para constatar en seguida que al no poseerlas en propiedad, las especies son “inferiores” a nosotros. De allí a que no “tengan alma” y que –como dice el génesis- el hombre “haya sido concebido” para “enseñorearse sobre la creación”, no hay sino un paso, así sea este al cabo terrible por sus efectos depredadores sobre el medio ambiente y por el alejamiento que con el paso del tiempo hemos producido del resto de las especies con que habitamos el planeta, al cabo mucho menos distintas que lo que esa posición nos fuerza a entender, tal como lo demuestra hoy en día la genética contemporánea.

Dos argumentos me parecen fundamentar esta reflexión. El primero, concreto, que remite a los principios evolucionistas de la sociobiología y en la más formal línea de la supervivencia de las especies, permite constatar que “pese” a esta conducta a nuestros ojos “aberrante” del avestruz, el animal sigue existiendo, lo cual sería imposible si efectivamente la práctica de esconder la cabeza en la tierra ante el peligro fuera tan estúpida como parece a nuestros ojos: la especie habría sucumbido a sus predadores naturales, cuestión que de toda evidencia no ha ocurrido. Aunque tenemos la impresión que –como los primeros etnógrafos, llevados por prejuicios valóricos, se dedicaban a buscar elementos aislados de las culturas que les permitían rápidamente y en todos los casos, establecer la superioridad de occidente-, no se ha analizado en profundidad la situación desde una perspectiva comprensiva, que incorporara los avances de la etología y por ejemplo, el rol simbólico de la violencia en los animales, lo que bien pudiera indicar que el atacante se desconcertara frente al acto del avestruz y no lo atacara, lo cierto es que la estrategia de supervivencia del avestruz, como decimos, es – aunque nos parezca lo contrario-, exitosa.

En segundo lugar –y es esta una razón abstracta, que por cierto requiere mayor desarrollo-, no podemos menos que señalar la fuerza con que se ha ido imponiendo el enfoque epistémico del constructivismo, es decir –en síntesis-, que la realidad es el resultado de una relación dialéctica producida por los dos tiempos de lo que veo y lo que quiero ver, en un continuo proceso de ajuste, dónde -como en la mayoría de las dinámicas transductuales-, es imposible decir si es el huevo o la gallina el término que inicia el proceso. De esta manera, el enfoque constructivita, que se acuerda bien al nuevo paradigma educativo (en el cual no se concibe el saber como la posesión exclusiva y central de alguien que debe “transmitirlo” a los demás, sino como una realidad que debe ser construida entre todos), remite al ejemplo del avestruz, en el sentido que también este animal, construye el mundo según su particular percepción y que ello no es de ninguna manera otra cosa que lo que el mundo le permite, en la medida que el permite al mundo, ser este depósito infinito de prácticas que el pensamiento retroalimenta, para generar nuevas ideas y nuevos mundos en los que nos reconocemos, como si hubiéramos estado desde siempre. Unos y otros.

Rainer Hauser.

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